la vasta casa de Fratta. Giacomo, desde lrncia varios afios, no podia verla sino raramente, a escondidas, por convcnios secretos, en una ciudacl desconocida, porque el regreso a su mnado Polésine le habia sido prohibiclo con amenazas de muerte por los miserables. Pero, a lo menos, antes, sabia que el ultimo hijo que le quedaba respiraba, luchaba, vivia. iAhora todo habia terminado ! Tres veces privada de sus hijos no era mas que la Niobe: algo corno un monumento sepulcral vivo y movil. La segunda vez que la vi fué en Fratta Polesine cuando, cuatro meses después, prohibidos los funerales en Roma, le devolvimos los restos miseros de su pobre muerto. El reconocimiento habia tenido lugar en un rustico cementerio del Agro. Del cuerpo, horriblemente contorsionado, apenas si quedaban los huesos y algunos andrajos. El rostro estaba casi totalmente descarnado. Sin embargo, a la pregunta del juez, sin un segundo de vacilacion respondi: "Es él ". No se parecia ya a si mismo. Pero, de manera impresionante e inequivoca, recordaba a la madre. Los dos esqueletos atestiguaban su identiclad. La noche del viaje, junto al féretro, no se borrara jamas de mi memoria. Cuando el ataùd fué conducido, desde el rustico cementerio a la desierta cstacion, desdc la cual se habia concedido la partida, pocas decenas de amigos, aEreMATTEOTTI suradamente con-:ocados, pu<lieron hallarse present::s. Pero estaba también, en representacion del Senado, un viejo gcneral, visiblemen• te conmovido, Zuppelli; y - apartado del grupo - cl ahora presidente de la CJmara fascista, hon. Rocco. Ninguno dirigio a éste ni una nalabra ni ur. saludo. No habia sefiales, ni siquiera en lontananza, de camisas negras. En el acto de la introduccion del féretro en la carroza funebre, uno de los nuestros - que debia después expiar su fidelidad con una larga reclusion en las islas - intimo con voz firme : '' i Todos de rodillas !'' Y todos, y delante de todos el viejo generai, se arrodillaron. Solamente el hon. Rocco se doblo a medias con enorme indecision, corno quien quiere y no puede. La anquilosis moral era mas fuerte que la hi1)0cresia. Su erte f ué que la sefiora Velia, imprevisiblemente enferma, habiéndole a ultimo momento faltado las fuerzas, no viniera con nosotros. De ese modo no asistio a la larga, penosisima espera en la estacion de Bolonia, donde habia sido severamente prohibido el acceso al publico, pero que estaba, sin embargo, repleta por una horda de camisas negras, cargados de armas, que rodearon nuestros coches riendo e insultando cinicamente a los acompafiantes y al cadaver. Alguien pronuncio las palabras: '' Este es el primero; luego vendran los otros". Jamas la humanidaq me
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